16 de octubre de 2012

Maquiavelo (y Cristina, y Chávez, y Evo, y Correa, etc...) destruyendo la división de poderes

Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly


DIALOGO CUARTO

Maquiavelo- Mientras escuchaba vuestras teorías sobre la división de
poderes y sobre los beneficios proporcionados por la misma a los pueblos,
no podía dejar de asombrarme, Montesquieu, viendo hasta qué punto se
adueña de los más grandes espíritus la ilusión de los sistemas.
Cautivado por las instituciones inglesas, creéis en la posibilidad de
convertir al régimen constitucional en la panacea universal de los Estados,
pero sin tomar en cuenta el irresistible movimiento que hoy arranca a las
sociedades de sus tradiciones de la víspera. No habrán de transcurrir dos
siglos antes de que esta forma de gobierno, por vos admirada, solo sea en
Europa una reminiscencia histórica, algo tan anticuado y caduco como la
regla aristotélica de las tres unidades.
Permitid que ante todo examine en sí misma la mecánica de vuestra
política: tres poderes en equilibrio, cada uno en su compartimiento; uno
dicta las leyes, otro las aplica, el tercero debe ejecutarlas. El príncipe reina
y los ministros gobiernan. ¡Báscula constitucional maravillosa! Todo la
habéis previsto, todo ordenado, salvo el movimiento: el triunfo de un
sistema semejante anularía la acción; si el mecanismo funcionara con
precisión, sobrevendría la inmovilidad; pero en verdad las cosas no
ocurren de esa manera. En cualquier momento, la rotura de uno de los
resortes, tan cuidadosamente fraguados por vos, provocaría el
movimiento. ¿Creéis por ventura que los poderes se mantendrán por largo
tiempo dentro de los límites constitucionales que le habéis asignado, que
no los traspasarán? ¿Es concebible una legislatura independiente que no
aspire a la soberanía? ¿O una magistratura que no se doblegue al
capricho de la opinión pública? Y sobre todo ¿qué príncipe, soberano de
un reino o mandatario de una república, aceptará sin reservas el papel
pasivo a que lo habéis condenado: quién, en su fuero íntimo, no abrigará
el secreto deseo de derrocar los poderes rivales que trabajan en acción?
En realidad, habréis puesto en pugna todas las fuerzas antagónicas,
suscitando todas las venturas, proporcionando armas a los diferentes
partidos; dejáis librado el poder al asalto de cualquier ambición y convertís
el Estado en campo de lucha de las facciones. En poco tiempo el
desorden reinará por doquier; inagotables retóricos convertirán las
asambleas deliberativas en torneos oratorios; periodistas audaces y
desenfrenados libelistas atacarán diariamente al soberano en persona,
desacreditarán al gobierno, a los ministros y a los altos funcionarios...


Montesquieu- Conozco desde hace mucho tiempo las críticas que se
hacen a los gobiernos libres. No tienen a mis ojos valor alguno: no
podemos condenar a las instituciones por los abusos cometidos. Sé de
muchos Estados que viven pacíficamente con tales leyes: compadezco a
quienes no pueden vivir en ellos.


Maquiavelo- Un momento. En vuestros cálculos, solo cuentan las
minorías sociales. Sin embargo, también existen poblaciones gigantescas
sometidas al trabajo por la pobreza como antaño por la esclavitud. Para el
bienestar de estas, os pregunto ¿qué aportan vuestras ficciones
parlamentarias? La consecuencia de vuestro gran movimiento político es
en definitiva el triunfo de una minoría privilegiada por la suerte como la
antigua nobleza lo era por nacimiento. ¿Qué le importa al proletariado,
inclinado sobre su trabajo, abrumado por el peso de su destino, que
algunos oradores tengan el derecho de hablar y algunos periodistas el de
escribir? Habéis creado derechos que, para la masa popular, incapacitada
como está de utilizarlos, permanecerán eternamente en el estado de
meras facultades. Tales derechos, cuyo goce ideal la ley les reconoce, y
cuyo ejercicio real les niega la necesidad, no son para ellos otra cosa que
una amarga ironía del destino. Os digo que un día el pueblo comenzará a
odiarlos y él mismo se encargará de destruirlos, para entregarse al
despotismo.

Montesquieu- ¡Cuánto desprecio siente Maquiavelo por la humanidad y
qué idea de la bajeza de los pueblos modernos! ¡Poderoso Dios, no me es
dado creer que loas hayas creado tan viles! Diga lo que diga, Maquiavelo
desconoce los principios y condiciones de existencia de la actual
civilización. Al igual que la ley divina, el trabajo es hoy la ley común, y lejos
de ser estigma de servidumbre entre los hombres, es el vínculo que los
reúne y el instrumento de su igualdad.
Nada de ilusorio tienen para el pueblo los derechos políticos en los
Estados donde la ley no reconoce privilegio alguno y todas las carreras
están abiertas a la actividad individual. Es indudable que – y en ninguna
sociedad podría ocurrir de otra manera – la desigualdad de las
inteligencias y la riqueza entrañe para los individuos una inevitable
desigualdad en el ejercicio de los derechos. ¿No basta, con que esos
derechos existan para que el filósofo esclarecido se sienta satisfecho y la
emancipación de los hombres esté asegurada en la medida que puede
serlo? Aun para aquellos a quien el destino hizo nacer en las condiciones
más humildes ¿acaso no significa nada el vivir con el sentimiento de
independencia y dignidad ciudadanas? Pero este es solo un aspecto del
asunto; pues si la grandeza moral de los pueblos se halla vinculada a la
libertad, no dejan de estar menos estrechamente ligados a ella por sus
intereses materiales.

Maquiavelo- Aquí os esperaba. La escuela a la que pertenecéis ha
sentado principios, sin advertir al perecer cuáles son sus últimas
consecuencias: pensáis que conducen al reinado de la raz ón; os
demostraré que llevan al reinado de la fuerza. Vuestro sistema político,
tomado en su pureza original, consiste en dar igual participación activa
casi igual a los diferentes grupos de fuerzas que componen la sociedad;
no deseáis que el estamento aristocrático prive sobre el democrático. No
obstante, la idiosincrasia de vuestras instituciones tiende a dar mayor
fuerza a la aristocracia que al pueblo, mayor poderío al príncipe que a la
aristocracia, concediendo de esa manera los poderes a la capacidad
política de quienes deben ejercerlos.

Montesquieu- Es verdad.

Maquiavelo- Hacéis que las diferentes clases sociales participen de las
funciones públicas de acuerdo con el grado de sus aptitudes y
conocimientos, emancipáis a la burguesía a través del voto; sujetáis al
pueblo por la razón. Las libertades populares crean la pujanza de la
opinión, la aristocracia proporciona el prestigio de los modales señoriales,
el trono proyecta sobre la nación el resplandor de la jerarquía suprema;
conserváis todas las tradiciones, el recuerdo de todas las grandezas, el
culto de toda magnificencia. En la superficie, se percibe una sociedad
monárquica, pero en el fondo todo es democracia, pues en realidad no
existen barreras entre las clases y el trabajo es el instrumento de todas las
fortunas. ¿No es algo parecido a esto?

Montesquieu- Así es. Maquiavelo; sabéis al menos comprender las
opiniones que compartís.

Maquiavelo- Pues bien, todas esas bellas cosas han dejado de ser o se
disiparán como un sueño; pues habéis creado un nuevo principio capaz de
descomponer las diversas instituciones con la rapidez del rayo.

Montesquieu- ¿Y cuál es ese principio?

Maquiavelo- El de la soberanía popular. Antes, no lo dudéis, se llegará a
la cuadratura del círculo que a descubrir la manera de conciliar el equilibrio
de los poderes con la existencia de semejante principio en las naciones
que lo admitan. Por inevitable consecuencia, un día cualquiera el pueblo
se adueñará de todos los poderes, dado el reconocimiento de que la
soberanía reside en él. ¿Lo hará para conservarlos? No; al cabo de
algunos días de locura, los abandonará en manos del primer soldado
aventurero que encuentre en su camino. Pensad en el tratamiento que, en
vuestro país, los corta-cabezas franceses aplicaron, en 1793, a la
monarquía representativa: el pueblo soberano se afirmó mediante el
suplicio de su rey; luego, echando en saco roto sus derechos, se entregó a
Robespierre, a Barras, a Bonaparte.
Sois un gran pensador, pero desconocéis la inagotable cobardía de los
pueblos; no me refiero a los de mi época, sino a los de la vuestra:
rastreros ante la fuerza, despiadados con el débil, incapaces de
sobrellevar las dificultades de un régimen libre, pacientes hasta el martirio
para con todas las violencias del despotismo audaz, destrozando los
tronos en los momentos de cólera y perdonando excesos a los amos que
ellos mismos se dan y por el más insignificante de los cuales habrían
decapitado a veinte reyes.
Buscad la justicia; buscad el derecho, la estabilidad, el orden, el respeto a
esas complicadas formas de vuestro mecanismo parlamentario en esas
masas violentas, indisciplinadas e incultas a las cuales habéis dicho;
¡vosotras sois el derecho, los amos, los árbitros del Estado! Bien sé que el
prudente de Montesquieu, el político circunspecto, que enunciaba
principios callando las consecuencias, no estableció en El espíritu de las
Leyes el dogma de la soberanía popular; pero, como afirmabais antes, las
consecuencias se desprenden por sí mismas de los principios asentados.
Existe una marcada afinidad entre vuestras doctrinas y lsa del Contrato
Social; de modo que, desde el día en que los revolucionarios franceses,
jurando in verba magistri, declararon que “una constitución solo puede
ser libre resultado de una convención entre los asociados”, el gobierno
monárquico y parlamentario fue condenado a muerte en vuestra patria.
Vanos fueron los intentos por restaurar los principios, en vano el rey Luis
XVIII, al volver a Francia, trató de que el poder volviera a su fuente,
promulgando las declaraciones del 89 como si procedieran de una
concesión de la realeza; esta piadosa ficción de la monarquía aristocrática
se hallaba en flagrante contradicción con el pasado y debía disiparse al
fragor de la revolución de 1830, a su vez...

Montesquieu- Terminad.

Maquiavelo- No nos anticipemos. Lo que como yo conocéis del pasado
me autoriza a decir desde ahora que la soberanía popular es destructiva
de cualquier estabilidad y consagra para siempre el derecho a la
revolución. Coloca a las sociedades en guerra abierta contra cualquier
poder y hasta con Dios; es la encarnación de una bestia feroz, que solo ha
de adormecerse cuando está ahíta de sangre; entonces se la encadena.
He aquí el camino que invariablemente siguen las sociedades regidas por
esos principios: la soberanía popular engendra la demagogia, la
demagogia da nacimiento a la anarquía, la anarquía conduce al
despotismo, y el despotismo, según vos, es la barbarie. Pues bien, ved
cómo los pueblos retornan a la barbarie por el camino de la civilización.
Pero esto no es todo; entiendo que asimismo desde otros puntos de vista
el despotismo es la única forma de gobierno realmente adecuada al
estado social de los pueblos modernos. Habéis dicho que sus intereses
materiales los vinculan a la libertad, y con ello entráis maravillosamente en
mi juego. En general, ¿cuáles son los estados para los que la libertad es
necesaria? Aquellos cuya razón de vida la constituyen los sentimientos
excelsos, las grandes pasiones, el heroísmo, la fe y hasta el honor, como
en vuestro tiempo decíais al hablar de la monarquía francesa. El
estoicismo puede hacer libre a un pueblo; también el cristianismo, en
determinadas circunstancias, podría reclamar igual privilegio. Comprendo
la necesidad de libertades en Atenas o en Roma, en naciones que vivían
de la gloria de las armas, donde la guerra satisfacía todas las
expansiones; por lo demás, para triunfar sobre sus enemigos, les eran
indispensables todas las energías que proporcionan el patriotismo y el
entusiasmo cívico.
Las libertades públicas fueron patrimonio natural de los Estados en que los
trabajos serviles e industriales de dejaban a los esclavos, donde el hombre
era inútil si no era ciudadano. Hasta concibo la libertad en algunas épocas
de la era cristiana, particularmente en ciertos pequeños Estados, como los
italianos y alemanes, agrupados en confederaciones análogas a las
repúblicas helénicas. En ello encuentro en parte las causas naturales que
hacían necesaria la libertad. Era algo casi inofensivo en esas épocas en
que el principio de autoridad no se cuestionaba, la religión imperaba en
forma absoluta sobre los espíritus, donde el pueblo, bajo el régimen tutelar
de las corporaciones, era mansamente conducido de la mano por sus
pastores. Si su emancipación política se hubiera realizado entonces, quizá
no hubiese sido peligrosa, pues se habría cumplido conforme a los
principios sobre los que descansa la existencia de todas las sociedades.
Pero, en vuestros grandes Estados, que solo viven para la industria, con
vuestras poblaciones sin Dios y sin fe, en una época en que los pueblos ya
no hallan satisfacción en la guerra, y cuya violencia se vuelve
necesariamente hacia lo interior, la libertad y los principios que la
fundamentan solo pueden ser causa de disipación y ruina. Agrego que
tampoco es imprescindible para las necesidades morales del individuo
como no lo es para los Estados.
Del hartazgo de las ideas y de los encontronazos revolucionarios han
surgido sociedades frías y desengañadas indiferentes en política y en
religión, cuyo solo estímulo son los goces materiales, que no viven más
que por interés, cuyo único culto es el del oro, y cuyos hábitos mercantiles
rivalizan con los de los judíos, que han tomado por modelo. ¿Creéis, por
ventura, que es el amor a la libertad en sí misma el que induce a las
clases inferiores a tomar por la fuerza el poder? Es el odio a los
poderosos; es, en el fondo, para arrebatarles sus riquezas, el instrumento
de sus placeres que les causa envidia.
Por su parte, los poderosos imploran a su alrededor un brazo enérgico, un
poder fuerte, al que solo una cosa piden: que proteja al Estado de las
agitaciones, cuyos desbordes su frágil constitución no podrá resistir; y que
a ellos mismos les proporcione la seguridad indispensable para realizar
sus negocios y gozar sus placeres. ¿Qué forma de gobierno creéis posible
en una sociedad donde la corrupción se ha infiltrado por doquier, donde la
riqueza se adquiere por las sorpresas del fraude, donde únicamente las
leyes represivas pueden garantizar la moral y el mismo sentimiento
patriótico se ha disuelto en no sé qué cosmopolitismo universal?
No veo otra salvación para esas sociedades, verdaderos colosos con pies
de arcilla, que una centralización a ultranza, que coloque en manos de los
gobernantes la totalidad de la fuerza pública; en una administración
jerarquizada semejante a la del Imperio romano, que regule en forma
mecánica todos los movimientos de los individuos; en un vasto sistema
legislativo que retenga una a una todas las libertades concedidas con
tanta imprudencia; en suma, un despotismo gigantesco con poder de
aplastar al instante y en todo momento cualquier resistencia, toda
expresión de descontento. El cesarismo del Bajo Imperio me parece la
forma adecuada para el bienestar de las sociedades modernas. Gracias a
los grandes aparatos que, según me han dicho, ya funcionan más de un
país europeo, estas podrían en paz, como se vive en el Japón, la China o
la India. No debemos menospreciar por un vulgar prejuicio a esas
civilizaciones orientales, cuyas instituciones cada día aprendemos a
valorar mejor. El pueblo chino, por ejemplo es muy industrioso y está muy
bien gobernado.

Nota bene: esto fue escrito en 1864

2 comentarios:

BlogBis dijo...

"Sois un gran pensador, pero desconocéis la inagotable cobardía de los
pueblos; no me refiero a los de mi época, sino a los de la vuestra:
rastreros ante la fuerza, despiadados con el débil, incapaces de
sobrellevar las dificultades de un régimen libre, pacientes hasta el martirio
para con todas las violencias del despotismo audaz, destrozando los
tronos en los momentos de cólera y perdonando excesos a los amos que
ellos mismos se dan y por el más insignificante de los cuales habrían
decapitado a veinte reyes."

Qué se puede agregar?

Klaus Pieslinger dijo...

Para enmarcar.